A la vieja Lonja, al Coliseum, a tantas víctimas.
In Memoriam
En 1837 el viajero británico George Borrow visitaba Santander, y, entre otras apreciaciones sobre la ciudad, dejó escrito: “Santander posee un muelle hermoso, sobre el que se alza una línea de soberbios edificios, mucho más suntuosos que los palacios de la aristocracia en Madrid; son de estilo francés…… ” Aunque es evidente que la comparación de Borrow resulta exagerada, sus palabras cobran su justo significado si tenemos en cuenta el contexto histórico en que están pronunciadas. Pues sin duda era la noción de una nueva arquitectura y, sobre todo, de un nuevo urbanismo alumbrado por la Ilustración, lo que poblaba la mente del cultivado viajero. La primera imagen de Santander que recibía el visitante era, así pues, la de un conjunto monumental, un soberbio frente que situaba a la ciudad en la órbita contemporánea e internacional. Ello había sido posible gracias al impulso conjunto de las fuerzas vivas: municipales, técnicas y ciudadanas, en la defensa de un proyecto racional del ensanche urbano de la ciudad, de cuyo desarrollo y polémicas suscitadas dan fe múltiples documentos gráficos y artículos de prensa. Dicho proyecto ilustrado, por otra parte, se alumbraría desde sus inicios con una decidida vocación estética, basada en nociones de proporción, armonía y equilibrio para los edificios; como también de majestuosa grandeza, al reforzar una perspectiva fugada que ampliaba visualmente las dimensiones escenográficas del muelle. Este era el comienzo de SDR.
Sin embargo no sería sino tras un largo paréntesis centenario, cuando aparecería de nuevo el espíritu que había dado luz a aquel SDR, o, lo que es lo mismo, un esprit d’époque acorde con la órbita internacional que animara a la ciudad y a sus ciudadanos. Esta vez el nuevo conjunto monumental no adoptó una forma urbana compacta como había sido el proyecto ilustrado, sino que surgiría de manera espontánea y en dispersión salpicada por la ciudad. Nos situamos ahora en el entorno de los primeros años treinta y el estilo arquitectónico internacional que florece aquí y allá en SDR es el racionalismo. Esta corriente estética jalonaría, tanto con edificios públicos como privados, toda la línea de costa que va desde el Sardinero al Barrio Pesquero, en una auténtica cadena de hitos arquitectónicos. Era inequívocamente de nuevo una forma de situar a SDR en su tiempo, de dotar a la ciudad de nuevas nociones estéticas expresadas a través de volúmenes puros, de austeridad ornamental, y de un nuevo uso del cemento y el hormigón; así como, y sobre todo, de destacar la incidencia de la luz procedente del cielo, del mar abierto o de la bahía, sobre unos y sobre otros. Mas, poco a poco, esta luz también se fue apagando, hasta que la noche extendió un estéril manto sobre la ciudad.
Y hoy, cuando, paradójicamente, la ciudad ha sido bautizada con la sigla internacional aeroportuaria como SDR, no hayamos la presencia de ningún espíritu de época semejante, que embeba a las instituciones, a los técnicos y a los ciudadanos. Más bien somos testigos de un choque constante de intereses y un desdén que sólo produce abandono y pérdidas. En pocas décadas se ha roto el ensanche visual de aquella perspectiva en abîme del muelle, tan valorada por nuestros antepasados, con el descomunal frontón del Palacio de Festivales; se han destruido singulares paseos ajardinados como fue el de Castelar; se vulgarizan de pulidos oropeles solemnes fachadas como la del cine Coliseum; se ejecutan y proyectan monstruos administrativos faltos de toda proporción y respeto al conjunto urbanístico; o se derriba gratuitamente legados patrimoniales como el de la vieja Lonja en una razzia a la búsqueda de votos. Y lo que es peor, se ha demostrado durante décadas un reiterado fracaso, una incapacidad absoluta para desarrollar proyectos de interés común en zonas potencialmente tan vitalistas, bellas y luminosas de la ciudad como es la de San Martín.
La Suite SDR es, así pues, una invitación contemplativa que busca revivir aquella otra SDR. Es un viaje nostálgico y melancólico —sí, la Melancolía…, esa inescrutable musa protorromántica que anima desde el Renacimiento a las bellas artes—, hacia una razón iluminada. Pero es también, como no podía ser de otro modo, el producto visual de las impresiones de un flâneur, del humilde paseante en su peripatético caminar por la ciudad, del viandante que fija su mirada en pequeños detalles, en fugaces destellos luminosos. Pues, tal y como definió Baudelaire en El pintor de la vida moderna, el flâneur urbano no es sino el arquetipo de la modernidad; como es también, en lo que nos trae aquí, una figura emblemática de la ciudad-paseo que es Santander, o mejor dicho, de lo que queda del espíritu de aquel SDR.
Se trata de un juego de apuntes que transita y se vertebra de forma aleatoria y divagante como pura experiencia visual. La acción principal radica en la transferencia de la movilidad perceptiva del viandante a los objetos mismos de su contemplación, en este caso los edificios y detalles arquitectónicos de SDR. De modo que, como por un inusitado soplo de vida, los pesados y racionales bloques de cemento quedan dotados de animación y aéreo movimiento. Pues es a los primigenios elementos del viento y de la luz a quienes deben pleitesía estos solemnes edificios de hormigón, por cuyas aristadas vertientes, cual traviesos diosecillos, serpentean y se proyectan las móviles sombras del atardecer. Y al reflejo del mar, que acaricia y ondea los cubos y cilindros de que están construidos, en su elemental y lúdica propedéutica arquitectónica. Y al agua de la bahía que se refleja en el hormigón pintado de blanco; pues ambos están hechos el uno para el otro, amantes en la añoranza norteña de un siempre escaso azul celeste…
La Suite SDR es una invitación al ciudadano amateur (muy lejano de ese otro ciudadano profesional, que se ha demostrado tan incapaz como espurio en el ejercicio de la razón), a disfrutar con ojos abiertos y límpidos la esplendente manifestación de las formas, de las perspectivas y los volúmenes, de los muros, de los rincones y los pequeños detalles, en definitiva, de todo lo que viene acompañando nuestras cotidianas travesías ciudadanas. Mientras tanto, seguiremos esperando el cumplimiento de una nueva centuria que, ojalá sea así, alumbre una vez más el tan esquivo espíritu de SDR.
Juan M. Moro
Enero de 2007