Los Pliegues del Muelle

Por Jaume Vidal Oliveras

La sensación que tiene el visitante al llegar a Santander –la que al menos tuve yo en mi primera visita- es la de una aglomeración de edificios, calles, luces, gentes…, un entramado urbano descosido, más o menos caótico, “desafectado”, como cualquier otra ciudad moderna. Veía Santander distante, como a través de una pantalla de televisión, y por más que aumentara el volumen, tan solo escuchaba el zumbido confuso de un hervidero de interferencias.

Por Jaume Vidal Oliveras

La sensación que tiene el visitante al llegar a Santander –la que al menos tuve yo en mi primera visita- es la de una aglomeración de edificios, calles, luces, gentes…, un entramado urbano descosido, más o menos caótico, “desafectado”, como cualquier otra ciudad moderna. Veía Santander distante, como a través de una pantalla de televisión, y por más que aumentara el volumen, tan solo escuchaba el zumbido confuso de un hervidero de interferencias.

Sin embargo, las guías modernas suelen aludir, autocomplacientes, al excéntrico viajero inglés, George Borrow, que en el siglo XIX elogió la ciudad: “Santander posee un muelle hermoso, sobre el que se alza una línea de soberbios edificios, mucho más suntuosos que los palacios de la aristocracia en Madrid”. Para Borrow, el viaje era una aventura, cada etapa un descubrimiento, cada lugar estaba habitado por su genius loci. Pero luego las cosas cambiaron. Santander se ha transformado en algo opaco, una amalgama uniforme, monótona, sin color, una cacofonía de ruidos sordos. Deslucida y muda, parece desertada de los espíritus que otrora la habitaron, como si, de alguna forma, le hubieran robado el alma.

Y, no obstante, aunque invisibles y ocultos, Santander está lleno de signos. Signos que los tiempos modernos han eclipsado. El proyecto de Juan M. Moro para el Palacete del Embarcadero ha consistido precisamente en la búsqueda de esta imagen imperceptible que subyace bajo la costra de la ciudad.

En 2007 presentó una exposición, Suite SDR, que era una reflexión sobre el perfil de la ciudad y, en concreto, de esa fachada marítima que alababa Borrow y que constituye su estampa más característica. De alguna manera, la actual muestra, Muellear, viene a continuar y profundizar aquélla. De lo que se trata es de recuperar y desvelar el imaginario de Santander. Y por imaginario entendemos un conjunto de relatos, representaciones, imágenes que son vínculos de afecto, elementos simbólicos, signos de identidad… Ellos posibilitan una relación creativa con el entorno e implican un pensar o repensar la ciudad. Y quien dice imaginario dice deseo, porque el deseo es el único combatiente de talla capaz de enfrentarse al sinsentido y la banalidad de las cosas. Recrear el imaginario de la ciudad es trazar un mapa emocional y buscar significados frente al vacío moderno.

Un atlas simbólico de la ciudad

Como saben muy bien los paisajistas, el muelle, aquella delgada línea que separa la tierra y el mar, es uno de los lugares privilegiados de la visión. Desde el puerto, uno observa los sinuosos perfiles de las montañas, la superficie vibrante del agua, el movimiento de las olas, los repentinos cambios de luz… Esto es, el paisaje en estado puro, tal y como lo piensa el pintor.

Pero el muelle no se agota en la mera mirada, en él se halla, además, el comienzo de un relato. El horizonte infinito que abre la perspectiva del puerto significa una promesa de aventura, de viaje… Se trata de un espacio para la ficción, una invitación a fabular. Y un estímulo para la fantasía es también la onírica arquitectura del Palacete del Embarcadero, que acoge, significativamente, la muestra de Juan M. Moro. En él, las distintas piezas se disponen siguiendo una orientación precisa que configura en su conjunto una especie de mapa simbólico de la ciudad. Se trata de un esquema mental para imaginar Santander. Efectivamente, una visión cenital o sobre el plano de la sala de exposiciones, nos dibujaría una suerte de mandala con los puntos cardinales bien definidos.

Y, sin embargo, esta especie de pictograma no sólo se proyecta en sentido horizontal, según los ejes Norte, Sur, Este y Oeste, sino que introduce una tensión vertical que conecta el arriba y abajo y viceversa. Obras como El coloso II (Quijotesca visión) y Bajos fondos/Deep Sapace, enriquecen esta cartografía del puerto: el primero apuntando a las alturas y el segundo dirigiéndose a lo subterráneo en un ciclo que cierra la imagen emblemática de Santander.

La descripción resultaría inconclusa si no mencionásemos el guiño al paisaje marítimo que está de fondo y que completa la máquina de fabulaciones que es el Palacete del Embarcadero. En este microuniverso, la bahía, vista a través de los vitrales del edificio, se introduce intencionadamente como una pieza más de la exhibición, configurando un diálogo complementario entre paisaje y representación.

El genio del lugar

Uno de los temas que plantea la exposición es la mirada. De ahí que la instalación Miradores –tema muy santanderino-, situada en la pared sur de la sala, sea como un punto de partida. Miradores es, de hecho, un desdoblamiento de la fachada del paseo Pereda, orientada, no hace falta decirlo, al mediodía, y desde la cual se observa la bahía. Pero los Miradores son mucho más que unas simples ventanas, son los ojos que iluminan y proyectan la mirada de la ciudad.

La pared opuesta, como si se tratase de una gran pantalla en la que se proyecta la visión desde los Miradores, cobija una pieza muy hermosa, Paseantes. Estas siluetas errantes construyen una panorámica de sombras chinescas, un mosaico de historias particulares y anónimas que se hacen y deshacen en el hormigueo de la urbe. Como hojas otoñales que el viento barre, este caleidoscopio humano es la imagen misma de la fugacidad, del instante, del movimiento constante de la ciudad moderna bajo el signo de Baudelaire.

Las figuras de los paseantes tienen un doble mítico en la serie de los Atlantes, esas enormes moles, mitad arquitectura, mitad cuerpo, que se alzan, cual gigantes, en la frontera entre la “polis” que constituye la tierra firme y esa terra incognita que es el mar. La pieza que culmina el conjunto sería El coloso II (Quijotesca visión), como explica Juan M. Moro, “una interpretación de la Grúa de piedra fundida con un cuerpo de gigante”. Esto es, la Machina, la enorme máquina portuaria metamorfoseada en una fabulosa figura antropomórfica, cual monstruoso Adamástor, protector legendario de los pasos marítimos. Pero también el Coloso de Rodas, el faro, la figura tutelar que tiende sus manos a los navegantes hacia el abrazo del puerto. Se trata, en definitiva, de la encarnación de un espíritu, el genius loci de Santander.

Conviene señalar que los cuerpos de los Atlantes están perforados por miradores, esas típicas ventanas montañesas, que nosotros hemos identificado como una metáfora del ojo. A este propósito, viene al caso recordar que, en ocasiones, los órganos de la visión se han asociado a los seres angélicos –como, por ejemplo, las alas de motivos oculares de los serafines de Santa Maria d’Aneu. Es aquí en donde reside el sentido profundo del Coloso: hacer visible lo invisible, porque, como el ángel, es el mediador (angelos, mensajero) con el otro mundo. El atributo más poderoso del Coloso es su mirada, la mirada imaginativa.

La energía solar –constructora y civilizatoria- que hace alzarse al Coloso, hunde sus fundamentos, sin embargo, en una fuerza más profunda, que se sumerge en lo atávico, lo subterráneo, lo telúrico… No se erguiría si sus raíces, como los árboles, no se alimentasen hurgando en las profundidades. Este sustrato avérnico son los Bajos fondos/Deep space, fotografías de los cimientos del muelle. Los Bajos fondos representan una suerte de inconsciente de la ciudad, un espejo opaco de su imagen. El Coloso, en virtud de su verticalidad, conduce la vida subterránea –informe, subconsciente- hacia el mundo de la forma y de lo visible. Metáfora, pues, de la creación y del poder constructor de la mirada.

El alma de las imágenes

Hay un aspecto muy original en el trabajo de Juan M. Moro del que no hemos hablado todavía. Él elabora obras tridimensionales a partir de fotografías impresas montadas sobre aluminio. El soporte está trabajado volumétricamente para que las imágenes posean una entidad corpórea. Horadadas y dobladas, adoptan la apariencia de un relieve. Se trata de un procedimiento muy personal que deviene de una larga práctica y reflexión en torno al grabado, enriquecida además con la incorporación de la tecnología digital. Un procedimiento aún en desarrollo y sobre el cual el artista no ha dicho todavía la última palabra.

Juan M. Moro ha declarado en alguna ocasión que se niega a aceptar la condición impenetrable y plana de la imagen. Y si ésta impone su barrera bidimensional, su naturaleza superficial y epidérmica, el artista busca penetrar en ella, arañarla, excavarla hasta extraer el tesoro que guarda en sus entrañas. Él mismo afirmó que perseguía “el alma que late bajo su apariencia”. Ésta es la idea fundamental: la búsqueda del alma de la imagen que se encierra en el molde de los soportes.

No vamos a explicar el itinerario de Juan M. Moro, pero me interesa destacar que esta reflexión es una manera de entender la imagen que siempre ha acompañado al artista y que se ha manifestado en su trayectoria creativa de múltiples maneras. En este sentido, resultan especialmente didácticas las primeras piezas en las que empieza a experimentar con los soportes y los formatos a principios de la década de 2000. En algunas de ellas, introduce un tema muy significativo: la caja desplegada y seccionada, que se complementa con uno de sus motivos recurrentes de aquella época, el de las tijeras. En esas piezas, la fotografía parece forrar el interior de una caja de cartón que hubiera sido abierta o cortada con unas tijeras. El exterior del receptáculo es neutro, pero al extenderse, muestra una imagen oculta de su interior. El artista, metafóricamente, ha desvelado su alma.

La hipótesis de la imagen robada

Vamos hacer un rodeo que nos ayudará a aproximarnos a la manera en que Juan M. Moro trabaja la imagen. ¿Se acuerdan de la película Blow up, de Antonioni? La reflexión del film va más allá de nuestro propósito, pero nos interesa prestar atención a un detalle que abordaremos desde nuestra perspectiva, independientemente de la historia que allí se cuenta. En Blow up un fotógrafo realiza unas tomas casuales en un parque público sin percatarse de lo que realmente fotografía. Es luego, una vez positivadas, que se percata de que hay algo extraño, una sombra que apenas puede identificar, pero que le resulta extremadamente inquietante. Para descifrar el enigma, el fotógrafo realiza, una y otra vez, ampliaciones, cada vez más y más grandes, hasta llegar… a la disolución de la imagen.

En otra película, La hipótesis del cuadro robado, Raúl Ruíz aborda un problema semejante, aunque el tratamiento es diferente. En el film de Ruiz un coleccionista sospecha que unas pinturas contienen un secreto y, para descifrarlo, hace reproducir los cuadros, primero en maquetas y luego en tableaux vivants. De este modo, el coleccionista podrá franquear la lámina bidimensional y recorrer las escenografías de los cuadros. Accederá así a la parte oculta de la imagen… a ese interior o alma que busca Juan M. Moro.

Dar cuerpo a las imágenes, como hace Juan M. Moro, significa indagar cómo son por dentro, preguntar de qué materia está hecha la fascinación, atrapar los fantasmas que allí habitan… Puro fetichismo, esta operación en que lo visual se hace táctil, introduce un conocimiento emocional. Se trata de un pensamiento mágico a través del cual uno se apropia afectivamente del objeto de fascinación.

Imágenes en abismo

¿Qué ocurre cuando se rasga la superficie de las imágenes? Juan M. Moro ha ensayado fórmulas diferentes, pero las series de Muellear ponen de manifiesto una dimensión dramática. Hay una violencia, un no sé qué de desesperación en estas imágenes que se retuercen, se pliegan, se desgarran. Pero lo verdaderamente trágico es que las fotografías, como las cebollas, están compuestas de pieles superpuestas, y cuando se desvela una capa aparece una segunda piel, y así sucesivamente, como en aquellos espejos que reproducen hasta el infinito la misma imagen reflejada.

Al término de este viaje, esperábamos una suerte de revelación: que bajo la superficie se ocultara algo… Y, sin embargo, encontramos una máscara que esconde otra máscara, esto es, la imagen de la ciudad como laberinto o calidoscopio. No obstante, este final era previsible. Ni el fotógrafo de Blow up pudo identificar aquella sombra negra, ni el coleccionista el misterio del cuadro robado… Pero Santander es diferente a partir de ahora, con sus colosos, sus infiernos, sus mil ojos y sus misterios impenetrables.