Juan M. Moro: Diálogos

Sala de Arte Robayera, Miengo. Junio, 2001.
Javier Gómez Martínez

Desde que fuera creada en 1989, y siempre bajo la dirección de Juan Manuel Puente, la Sala de Arte Robayera, dependiente del Ayuntamiento de Miengo, nos viene regalando una media de entre cinco y seis exposiciones al año. El «regalo» del pasado mes de junio fueron 17 estampas, agrupadas bajo el común denominador de Diálogos, que constituyen la obra más reciente del grabador cántabro Juan Martínez Moro, a la sazón último Premio Nacional de Grabado.

Sala de Arte Robayera, Miengo. Junio, 2001.
Javier Gómez Martínez

Desde que fuera creada en 1989, y siempre bajo la dirección de Juan Manuel Puente, la Sala de Arte Robayera, dependiente del Ayuntamiento de Miengo, nos viene regalando una media de entre cinco y seis exposiciones al año. El «regalo» del pasado mes de junio fueron 17 estampas, agrupadas bajo el común denominador de Diálogos, que constituyen la obra más reciente del grabador cántabro Juan Martínez Moro, a la sazón último Premio Nacional de Grabado.

Las obras en cuestión se hallan en completa sintonía con la restante producción de este artista, que es la de quien vive el grabado desde un punto de vista más amplio que el del creador. Juan M. Moro es docente universitario y escribiente investigador. Ha investigado la estética y la historia del grabado contemporáneo, y eso, entre otras cosas que fuerzan al espectador a ser algo más que un sujeto contemplativo, se nota en su obra grabada.

Las confluencias más estrechas hemos de buscarlas no tanto en las piezas de mediados de los noventa, regidas por la abstracción minimalista, cuanto en la serie realizada en 1999, coincidiendo con su  estancia en los Estados Unidos de Norteamérica. Eran aquellas estampas una invitación a la reflexión en torno a las concomitancias entre la palabra y la imagen, siendo la primera un homenaje a los juegos de ingenio del Barroco y la segunda una revisitación de territorios del Pop, como bien hiciera notar F. Zamanillo en su momento.

En Diálogos, persisten las notas anteriores, acaso radicalizadas. Por un lado, la lúdica e intuitiva confrontación entre la forma escrita y la forma figurada polariza la dualidad expresiva apoyándose en el propio sentido del dia-logo. Por otro, aunque algunas de las manifestaciones son susceptibles de ser leídas en clave de ejercicios barrocos, como la metátesis de k.o. por o.k. propuesta por F. Golvano, desde el catálogo, a propósito del Diálogo que abre la serie, el tono, en esta ocasión, reviste un carácter más puramente filosófico.

Es difícil y peligroso intentar describir unas obras en las que la clave es un equilibrio nada estático entre palabra e imagen, dado que la descripción exige la introducción de nuevas palabras, pero he de correr el riesgo, asistido, en cualquier caso, por las frases entrecortadas que el propio artista reparte por el catálogo a manera de pistas. La dualidad enfática a la que aludía anteriormente cobra cuerpo en parejas de combatientes o bailarines cuyo movimiento engendra, alternativamente, atracción y repulsión, o en diferentes actitudes de las mismas figuras, que contraponen la acción y la reflexión y que abocan a la antinomia. Ciertas estampas de formulación triple, como la que cierra la secuencia (Trío), son susceptibles de retornar a la dupla por la vía del silogismo.

El componente filosófico viene traducido por la propia alusión que el autor hace a la «navaja de Ockham», que invita a examinar su obra a la luz de la querelle nominalista del siglo XIV. Es por esta vía por la que las sorprendentes e ingeniosas asociaciones icónico-verbales propuestas en cada una de las estampas en particular se integran en un sistema de no menos sorprendente coherencia.

Cuesta imaginar mejor marco epistemológico para semejante planteamiento que el constituido por el binomio nombre-forma, propio del nominalismo. Detalles tan precisos como la variedad de modos significativos a los que puede responder un mismo término (el número 3 «posado»  sobre la rama de un árbol en Trino, por ejemplo), cabrían entre los brazos de la lógica en calidad de suppositiones. En esa última estampa, además, la intuición de un misticismo trinitario puede asaltar al espectador, ajeno, probablemente, a la defensa que el filósofo medieval realizó del conocimiento intuitivo. El corolario a esta dimensión filosófica lo cifra Martínez Moro en la citada «navaja de Ockham», que él introduce actualizada y reiteradamente en sus composiciones, en forma de tijera (dúplice navaja), hasta convertirla su icono-símbolo personal y que, en su acepción lógica original, era sinónimo de economía expresiva.

La estampa que, a mi juicio, más amplia y transparentemente transmite los matices y acepciones enunciados en los párrafos precedentes es la titulada Querelle. Con la economía expresiva que proporcionan dos series de bombas colocadas sobre las ruinas de un templo griego arcaico, el artista contrapone dos peristilos: el formado por repetición técnicamente pop de las bombas y el constituido por los soportes del monumento clásico (el dórico primitivo de Paestum, soñado por Piranesi y mitificado por los arquitectos de la posmodernidad). El diálogo agresivo entre lo antiguo y lo moderno es sobradamente explícito, y aún cabría una lectura en términos de causa-efecto respecto a la ruina de lo antiguo.

El icono-símbolo del artista, la navaja-tijera, es el nexo más evidente entre el grueso de las obras, realizadas en 2001, y otras más tempranas, correspondientes a la serie Thriller, realizadas un año antes y asimismo inclusas en la exposición. En éstas, la mirada cinematográfica de Henry Fonda se imprime repetidamente sobre las lamas de una persiana, símbolo más universalmente popular que personal, ambivalente en cualquier caso, del desvelamiento y la acechanza.

Para finalizar, un último común denominador cabría señalar a propósito de estas 17 estampas: todas las expuestas eran Pruebas de Autor. El artista grabador, interesado en la pura creación y en experimentar las posibilidades expresivas de nuevas técnicas (heliograbado, chorro de tinta), renuncia a la parte puramente mecánica de su oficio, a la espera de que un editor y un estampador la lleven a cabo. Dado el valor que posee la repetición de la imagen dentro de cada una de las estampas, sumado al intrínseco de la técnica, la actitud no deja constituir otra bizarra antinomia, sólo censurable, desde mi punto de vista, en tanto que reduce la difusión del disfrute que Robayera nos regalara el pasado verano.

Javier Gómez Martínez
Universidad de Cantabria