Muellear

Proemio (claves para una obra con resortes)

Verbo sin duda estrambótico el que pone título a la presente exposición. A bote pronto, voz de chirriante sonoridad: herrumbrosa, barriobajera, raquera, chulesca y hasta groseramente obscena. En suma, muellear, oposita a neologismo de joyceana traza.

Proemio (claves para una obra con resortes)

Verbo sin duda estrambótico el que pone título a la presente exposición. A bote pronto, voz de chirriante sonoridad: herrumbrosa, barriobajera, raquera, chulesca y hasta groseramente obscena. En suma, muellear, oposita a neologismo de joyceana traza.
Mas verbo, en este caso, de vocación pertinentemente portuaria. Pues si el sustantivo del que procede dibuja la barrera de inflexión entre el mar y la tierra, frontera entre los mundos complementarios de lo sólido y lo líquido; su acepción como resorte revela la fuerza de transformación que ejerce el ondulante elemento sobre la materia, con su obstinado batir contra la inerte mole. Muellear resulta ser una síntesis verbal que dirige su acción hacia un imposible, estableciéndose en un medio camino entre la sólida sillería ingenieril del espigón, y la naturaleza fugaz y ondulatoria de aquellos elementos esenciales que lo acarician y animan: el agua, el viento, la luz y el trasiego vital. Muellear, en definitiva, como movimiento cíclico y oscilatorio, tan instintivo como reflexivo, provocativamente próximo, incluso, al automatismo pélvico, de o sobre lo que permanece estable, fijo e inane.

Muellear puede ser entendido también como un verbo anacrónico que busca desafiar a ese vanidoso deslizarse etéreo y “navegar” hiperespacial tan en boga en el común léxico contemporáneo, para centrarse en el aquí y ahora corpóreo y tangible de un estrecho, humilde y singular limes terrenal. Retomando la idea de aquél locus perenne, vocacionalmente romántico y, por ello mismo, y sin embargo, profundamente nostálgico de universalidad viajera. Pues un muelle no es otra cosa que un doméstico finis terrae, artificiosa fortaleza enfrentada al reto caótico del océano y, por tanto, lanzadera de comunicación, migración, aventura y huida hacia el más allá.

Por todo ello el muelle es para la ciudad-puerto, ya desde época clásica, emblema de transacción en su más amplio sentido. Una suerte de ágora longitudinal en la que practicar, al modo peripatético, tanto el diálogo en común como el monólogo interior. Charles Baudelaire definió en el siglo XIX el prototipo moderno del paseante urbano en la figura del flâneur. Éste, espectador errante, tan descuidado en el andar como absorto en su pathos privado, es sin duda un conspicuo adepto al malecón. Es más, dada su abundante concurrencia, cabe preguntarse incluso el porqué de tanta “peripatheia” ensimismada en el muelle: ¿cuál puede ser la búsqueda o misión que mueve a los paseantes eventuales, amateur e, incluso, profesionales? ¿cuál puede ser la causa de su afición o, más aún, de su adicción? ¿se trata de actores principales o de meros corifeos en una especie de tragedia sísifica sin solución de continuidad? ¿vienen o van? ¿ven o contemplan? ¿piensan o imaginan? ¿o es que tal vez llana y simplemente muellean? Muellean, sin duda, no cabe otra, pues muellear a estas alturas parece certificar tanto un culto como una cultura.

De modo que, en temeraria inflexión y pirueta, hemos desembarcado en el mundo clásico. En él ancla estructuralmente el mito arcaico del viaje oceánico y su arquetipo, así como los más recientes ejercicios de deconstrucción posmoderna del mismo (¿de nuevo la sinuosa estela de Joyce?). Pues en el muelle, espacio ideal para el trance, encontramos huellas indudables de la existencia de eventos portentosos y de figuras inmortales. Así, las alargadas y negras sombras del cotidiano trasiego de tacones, que tañen su paso sobre diques y muretes, hacen resonar día a día ecos de arribadas y partidas en singladura de cabotaje hacia humildes, por cercanas y domésticas, aunque no por ello menos trascendentes ni reales, Ítacas y Éires. Como también el quimérico muellear de la imaginación fantasea a su paso entre auténticos colosos de Rodas, sublimes gigantes, guardianes psíquicos de quijotesca febrícula, allí donde la trivial enajenación ocular sólo ve estériles imágenes costumbristas de aparejos náuticos y grises grúas mecanizadas. Y aún más, llegados al vulgar revolcón semántico, muellear, en virtud de la que ha sido señalada como su más desvirtuada acepción, aquella arrabalera e impúdica, pone también bajo su égida los bajos fondos ocultos al mañanero paseo. Pues a los pies del estoico caminante portuario subyace, en inversión físico-lógico-ética, y sólo visible en la cíclica bajamar, el más monumental y ultramundano pórtico que atesora la ciudad-puerto. Éste, recostado frente al mar, da forma a un inquietante abismo en fuga, con una estructura que otrora fuera abrigo para desagües de cloacas y malolientes depósitos fecales de hiriente color verdemoco. Heredero tanto del vomitorio clásico como de siniestras y arquitabradas catacumbas, y firme candidato a auténtico Hades local, de lúbrica y promiscua sombra, de insondables y proscritos universos, de los que en la madrugada son sólo testigos las frías cámaras de vigilancia policial.

Muellear se muestra también, aquí y ahora —esa es nuestra propuesta—, como un inspirador verbo para el propio obrar plástico. Promoviendo la digresión visual basada en el accidente ocasional, en la mirada caleidoscópica, perpleja y hasta bizca; en la inestabilidad angustiada que introduce el perpetuo cambio de luz, la mudable marea y la contingencia diaria de la vida y el atrezzo portuario. Experiencia múltiple que demanda en la obra una orografía líquida formada de entrópicas inflexiones, fallas y catástrofes. Donde la imagen desnuda su epidermis en insospechados pliegues, expandiendo implacablemente crestas, valles y nodos a lo largo y ancho de toda su superficie. Ineluctable condición de lo líquido, lo vibratorio, auto-reflexivo y eternamente mudable. Obrar artístico, en definitiva, que se desarrolla en el linde, en el muelle, es este muellear.

Pero pese a tanta proclividad imaginativa, muellear viene siendo, hoy por hoy, un verbo de dudosa nobleza académica, de abortado natalicio conceptual, casi incluso inhabilitado para ser literalmente verbalizado. Sin embargo, a nuestro limitado entender, alberga la posibilidad de sugerir un nuevo género que sirva para expresar, sin paliativos ni complejos, el movimiento constante e intemporal, la acción vital profunda en un contexto localizado y ciertamente ensimismado: el de una bahía con vocación de ser ombligo planetario. Objetivo y dilema este último singularmente complejo, pues está participado de manera simultánea, tal y como hemos señalado, por esencias contrarias: lo sólido y líquido, lo perenne y contingente, lo racional e imaginado, lo universal y local, lo clásico y romántico, lo arquitrabado y salomónico, lo estoico y orgiástico. Poliédrica caja de sorpresas de la que brinca este inédito muellear, enmarañado de pliegues, hélices y resortes, tensados por los flexibles alambres de la predestinación y la eventualidad. Inefable verbo en conclusión, del que, si acaso, cabe sólo hablar plásticamente. Laus Deo.

Juan M. Moro
Santander, Marzo de 2010.