ESPECULACIONES ILUSTRADAS
Luis Sazatornil Ruiz
En este año del Quijote puede venir al caso recordar la última obra que produjo el ingenio de Cervantes: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada póstumamente en 1617. En el Persiles Cervantes entra en el proceloso debate sobre la reversibilidad de las naturalezas de la pintura y la poesía. No obstante, a principios del siglo XVII, tal debate no era nuevo. La búsqueda de analogías entre la poesía y la pintura solía remontarse a Horacio y a la idea de que la pintura era poesía silenciosa y la poesía una imagen que habla. Con tales principios, desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, el lema horaciano -ut pictura poesis- y el pensamiento aristotélico proporcionaron una constitución al sistema de las artes, sobre la base de la asimilación entre poesía y pintura, entre verbo e imagen.
Hasta el siglo XVIII, esta vorágine comparativa provoca la identificación sinestésica entre poesía y pintura, con las más variadas aplicaciones: desde la poética a la pedagogía (con la docencia ad oculos), pasando por la retórica, la cultura jeroglífica (emblemas y empresas) y la literatura epigráfica. Letra y dibujo se igualan en habilidad figurativa, en proyección simbólica. Tanto es así que la escritura se llena de estampas y grabados y la pintura de motes, lemas y epigramas.
En 1766, con la publicación del Laocoonte, Lessing decide poner fin a lo que él juzga como una absoluta confusión entre las artes, trazando una frontera nítida entre los dominios de la poesía y la pintura. Asocia la primera a lo sublime masculino, de carácter temporal, y la segunda a lo bello femenino, de carácter espacial. Con Lessing, la estética de lo sublime y, finalmente, con la revolución romántica, se sientan las bases del cambio. La pintura, que durante los dos siglos que separan el Renacimiento de la Ilustración, había limitado su esencia visual, atrapada en la analogía con la poesía, recorrerá su propio camino renovador, con la intrascendencia del tema -que permite centrarse en los problemas estrictamente visuales- como instrumento principal. La poesía, por su parte, no olvidará las lecciones aprendidas durante su largo noviazgo con la pintura. Se centrará en su esencia mecánica para buscar la «visibilidad» de los textos, ya fuera por medio de la mirada física o por medio del «ojo mental», que permite ese encuentro casi místico con la otredad.
Entretanto, la ilustración gráfica, liberada en parte de sus monótonas obligaciones miméticas y de la tradicional sumisión a la pintura, se hace mayor y empieza a buscar su destino. Para ello apela a su naturaleza técnica, ocupando el lugar de su hermana en el recién abandonado tálamo de las letras. El nuevo noviazgo -ut graphica poesis- mira el futuro con esperanza, en base a su interés común por ese “ojo mental” que supera las limitaciones de las artes basadas en la mimesis de la realidad.
Tradicionalmente, como Juan M. Moro recuerda en su reciente obra La ilustración como categoría, el problema de la incorporación de las artes al mundo de las ideas había residido en la herencia que las presentaba como esclavas de la mímesis, copias degradadas de la realidad. La ilustración contemporánea, por el contrario, hace valer su naturaleza reflexiva precisamente en el período en el que -afirma Moro- “casi tres siglos después, la imaginación parece haber ganado a la imitación en el campo de batalla del arte”. Con tales argumentos, Moro propone la elevación de la ilustración gráfica a categoría estética basándose precisamente en esta especificidad: “La ilustración gráfica ha sido la salida natural del pensamiento en su manifestación visual, no solo en tanto le ofrecía un medio técnico de difusión, sino también por encontrarse determinado por códigos visuales de naturaleza semejante al objeto mismo de la representación: el mundo de las ideas, tras su paso por la fábrica de la imaginación y el almacén de la memoria”.
Autoriza su posición citando a Bachelard, quien identifica la imagen gráfica con la memoria y el recuerdo, afirmando metafóricamente que “las verdaderas imágenes son grabados. La imaginación las graba en nuestra memoria”. Es en esa capacidad para permitir la visualización del pensamiento donde reside la dimensión poética de la ilustración. De hecho, el hermanamiento de las artes adquiere en este punto una dimensión insólita, con la proximidad entre poesía e ilustración contemporáneas. Ambas conforman imágenes poéticas, proyecciones de la imaginación, reflejos especulares del pensamiento. Además, quizá la poesía sea la más visual de las categorías literarias y la ilustración la más narrativa de las artes visuales. Ambas comparten cierta especificidad mecánica y metodológica dentro de sus grandes áreas estéticas y una potencia comunicativa basada en su capacidad para la abreviatura y el monograma, que arraiga en la memoria.
El espejo del alquimista
Juan M. Moro ha señalado repetidamente en sus estudios sobre la ilustración gráfica que el arte del grabado adolece de un vacío crónico en materia de reflexión y estudios teóricos. Ese vacío tiene sus raíces profundas en aquel dictamen tradicional que sitúa las artes visuales en un nivel categórico subordinado, como siervas de la imitación. El mismo dictamen que situaba la ilustración gráfica a una altura aún “menor”: como un mero mecanismo para la reproducción de aquellas imitaciones -copias de las copias- en total sumisión a un texto.
En los umbrales de la Ilustración la Encyclopédie certificaba esta sumisión. Watelet es allí el encargado de fundamentar las bases teóricas del trabajo del grabador, trasmitiendo una idea básica: el arte del grabado es dependiente de la pintura y sus indudables especificidades, que el grabador a su juicio ha de solventar, provienen no de una diferencia esencial sino de la diversidad de técnicas. Previene asimismo contra los impresionantes avances técnicos que, cree, pueden derivar en la total corrupción del arte del grabado. Y advierte, sobre todo, contra la invención del aguafuerte, que permite una difusión generalizada de la estampa, pero que deja “al aguafuerte al cuidado de terminar estas obras […] casi siempre muy imperfectas desde el punto de vista del arte”.
Lejos de cumplirse tan negras predicciones, el aguafuerte y el nuevo orden estético promovido por la Ilustración y el romanticismo abren un inmenso abanico de posibilidades a la ilustración gráfica. La mayoría de edad de la gráfica llega pues con la maduración de sus rasgos esenciales, entre los que pueden destacarse al menos dos: la condición alquímica y la dimensión especular (el espejo del alquimista). Por un lado, el trabajo del grabador y especialmente el del acuafortista tiene algo de alquímico, al provocar una serie de transmutaciones maravillosas a base de barnices, ácidos y tintas trasladados sobre varias superficies (la plancha, la estampa) por las que el disegno interno del artista va viajando, a veces con consecuencias no del todo previstas. Juan M. Moro dice gustar de esta “cocina” del aguafuerte, que transforma el taller en un laboratorio. Es un trabajo secuenciado -work in progress- en el que la alteración de un solo paso introduce nuevas posibilidades plásticas y expresivas. Esta labor produce, al menos, dos objetos: la plancha y la estampa (a los que se suma tradicionalmente el dibujo para grabar). Para estos tres productos en el grabado clásico intervenían hasta tres agentes distintos: el dibujante (deliniavit), el grabador (sculsit) y el estampador. En el grabado contemporáneo toda esta secuencia tiende a concentrarse en un solo artista y a eliminar el boceto previo. Moro reconoce que “generalmente trabajo directamente la plancha, lo que me fascina es trabajar sobre el metal, tampoco condicionarme por nada sino trabajar directamente”. La plancha se convierte así en objeto autónomo, en el que por adición o sustracción (química o mecánica) se dibujan relieves de los que las estampas pueden ser sólo reflejos circunstanciales en los que se “ve” la huella del metal. “La plancha -me dice Moro- no la doy por terminada nunca. Las planchas son mi patrimonio, pero es un patrimonio que puedo volver a utilizar en cualquier momento, podría volver a intervenir; eso lo han hecho artistas como Jasper Johns que quizá sea el artista más importante del siglo XX en la reflexión sobre grabado, recuperando planchas de veinte años atrás para reintroducirlas en otra obra. Yo lo que tengo ahí es un patrimonio iconográfico (como demostró Max Ernst) que puedo volver a utilizar en cualquier momento. Lo que me interesa del grabado es llegar a explotar, a través de la reflexión y la experimentación, todo su potencial. No el potencial difusor sino el potencial técnico y más que técnico, plástico, expresivo…”.
El segundo rasgo destacable del grabado es el especular, en su doble acepción: relativa a un espejo o a la acción de mirar una cosa con atención, reflexionar con hondura e incluso teorizar. El factor especular es consustancial a la obra grabada. Todo es inverso en el grabado, desde su concepción hasta que la imagen de la plancha se invierte en su reflejo inmediato: la estampa. Este hecho circunstancial comenzó a ser aprovechado con una intención creativa por los grabadores desde el siglo XVIII. Después la dimensión especular del grabado se transformó en factor de identidad, enlazando con la tradición poética que veía la imagen del espejo como una ficción, como una imagen del recuerdo, a la manera de Baltrusaitis. Como en el mito de Narciso, la imagen grabada se desdobla, se contempla en el espejo de la fuente y se interroga. La estructura de espejos contrapuestos separa y confunde, pone y yuxtapone una imagen que es otra.
Consciente de las posibilidades de este juego, ya en sus primeros trabajos Juan M. Moro propone una carpeta titulada Memoria de la ciudad invertida (cat. 16-22) que se beneficia de esta condición especular. Las imágenes reales son traídas desde el recuerdo -por eso es memoria- para grabarse en su sentido real y estamparse invertidas, recorriendo además la ciudad en sentido inverso al habitual (Santander, como ciudad ubicada en una península acaba en el mar, fin del recorrido) y completarse con los textos de Fernando Zamanillo, espejo literario de las imágenes: “No, mejor mirarse en el espejo de la memoria, y / desdibujarla con el vaho húmedo del hálito, e inventar / sobreimpresa la historia verdadera del deseo / con la yema de los dedos temblorosa”.
En su obra posterior Moro volverá a menudo al recurso especular, como un elemento más de sus “juegos de ingenio” o como referencia compositiva. La simetría -otra manifestación especular- es inevitable en Autorretrato apolíneo y caliciforme con doble (cat. 69) y Uno bajo campo de pistolas (cat. 61) y, sobre todo, en su serie Diálogos. Aparece de nuevo en uno de sus iconos más personales -la tijera- entendida como “ave de doble filo” o como doble navaja de largísimo significado. La referencia a Narciso aparece en El mito de Narciso (cat. 62) y, en general, en la serie EGO-ECO. Traslada incluso el principio especular a los lemas que suelen presidir sus estampas y series, haciendo amplio uso de la paronomasia como recurso dual: la serie Amor-Roma (cat. 10-15), Eye-Elle (cat. 28), Ego-Eco, OK-KO (en la serie Diálogos, cat. 71-76)…; o, aún más allá, a los pliegues de sus 3 Doubled landscapes (Equipment for a highlander) (cat. 79-81) que, a la manera de biescenoramas, dan el formidable salto de convertir la estampa en objeto tridimensional preparando su más actual y fascinante línea de trabajo.
Ahora bien, su claro compromiso en la pugna imaginación-imitación colabora a poner el énfasis en los aspectos más especulativos de su creación. Con eso se cierra la última dimensión del grabado -la especulativa- asociada en el autor a la investigación teórica y a la larga convivencia de la ilustración gráfica con la cultura del libro y los ámbitos del conocimiento, objeto principal de una de sus líneas de investigación. La honda reflexión teórica es un aspecto insustituible en su producción, que alterna palabra e imagen, producción escrita y grabada. Su vocación docente e investigadora ha forzado una sólida reflexión sobre los fundamentos teóricos del grabado y la ilustración, que ha dado a luz una buena colección de textos, entre los que destacan su Tesis Doctoral Ilustrar lo sublime (Leioa, 1996), Un ensayo sobre grabado. A finales del siglo XX (Santander, 1998) y su reciente La ilustración como categoría (Gijón, 2004).
El primero se centra en la relación entre ideas estéticas y su proyección y aplicación en la praxis artística y en la elección técnica en el campo del grabado a través del crucial contexto filosófico, artístico y tecnológico inglés en el cambio del siglo XVIII al XIX. Su análisis gravita especialmente sobre el libro ilustrado, dada su naturaleza plástico-literaria que le hace idóneo para las elevadas expectativas estéticas que se formulan desde la teoría de lo sublime. La segunda obra continúa esta línea, centrándose en el grabado del siglo XX, para analizar la intensa y creciente relación de este arte con algunas cuestiones centrales de la estética y la plástica de nuestros días, hasta convertir el grabado en un paradigma del arte contemporáneo. Por fin, en su más reciente ensayo muestra ya claramente la comunidad de intereses existente entre su propia obra y las esencias de la ilustración gráfica, una disciplina que le atrae pues, históricamente, «ha cumplido el papel de reunir, de manera concurrente, los intereses de la estética, la información y el conocimiento». A juicio de Moro, la ilustración gráfica ha estado y está «directamente relacionada con la apertura de horizontes visuales y epistemológicos, a través de fenómenos y proyectos tan diversos como pueden ser el libro, la prensa, la propaganda, o, más recientemente, el entorno informático».
En su opinión, la nueva cultura oral-visual en la que estamos sumidos, «nos sirve para señalar en primera instancia el reciente protagonismo cobrado por la ilustración y muestra una clara continuidad retroactiva con los medios de comunicación históricos y, más concretamente, con los productos impresos». Tras esta reflexión, la obra apunta a dos objetivos claros: primero, «reconocer y valorar el profundo calado que la ilustración como género histórico ha tenido y tiene para el arte y el conocimiento»; y, segundo, poner de manifiesto, «sin complejos ni jerarquías obsoletas, las consecuencias que los cambios operados en las últimas décadas con la irrupción de los medios de comunicación han generado en los sistemas de la cultura y del arte».
Llegados a este punto podemos observar la pasmosa densidad del trabajo de creación e investigación afrontado por Juan M. Moro en los últimos años. Pocos artistas se han comprometido con un recorrido tan minucioso no sólo por los límites técnicos y creativos del grabado, sino por los fundamentos teóricos e históricos de la tradición artística en la que su obra se sitúa. Ambos ámbitos de actividad se han interrogado mutuamente en una fecunda labor -de nuevo especular- de resultados deslumbrantes.
Ilustrar lo sublime (1987-1990)
Decía Antonio Gaudí que originalidad es volver a los orígenes. Y Juan M. Moro, con la sensatez del artista reflexivo, comienza desde sus primeras obras a preguntarse por los fundamentos técnicos e históricos de la expresión artística que ha elegido. Y preguntándose por la identidad esencial del grabado enlaza, al principio de manera intuitiva, con el momento fundacional de la ilustración gráfica contemporánea: la estética de lo sublime. Ahí comienza una labor consciente de reflexión y estudio sobre los fundamentos del grabado que acaba por convertirse en su notable Tesis Doctoral: Ilustrar lo sublime. El concepto de lo sublime y la técnica del claroscuro en la ilustración del libro clásico. Se centra en las obras de Flaxman, Fuseli y John Martin y, a través de ellos, llega al dilema planteado por Lyotard sobre cómo representar lo irrepresentable. Y es en este punto donde encuentra la clave de su trabajo futuro, la correlación entre la dimensión estética (lo sublime) y la práctica artística (las artes del grabado, la “pequeña técnica”, como dijera Diderot). A partir de ese momento toda su obra mantendrá un constante diálogo entre intenciones estéticas y técnicas.
De hecho, desde sus primeras obras mantiene un duro enfrentamiento por alcanzar los límites técnicos del grabado. En este periodo hay un doble forzamiento de las posibilidades técnicas de la plancha y el papel. Comienza trabajando con soportes de madera a los que adhiere piedras, arena, cartones, cortezas, materiales cerámicos y masilla de poliéster. Pronto, sin embargo, pasará al aguafuerte para convertirlo en una constante referencia técnica. Hay también un ramillete de intereses que se instalan sin remedio en este momento en la obra de Moro, especialmente la preocupación por mantener un alto nivel de calidad técnica en el fatigoso proceso de preparación, grabado y estampación del aguafuerte (trato primoroso de la plancha, pulcra estampación). Entre los temas aparece el interés por los objetos (Sequoia, Montaña oriental, cat. 2, 7) y los paisajes sublimes, con particular atención por los temas marítimos y la densidad atmosférica (Tormenta; Rombo de luz, donde convoca a Turner, Blake…, cat. 8, 9; Lágrimas, cat. 31), el recurso a las fuentes literarias (Bajo el volcán, cat. 1) y las analogías (H; Eye-Elle; Sed, cat. 3, 28, 30; Begining, donde la peladura de la manzana de Adán y Eva es también una cadena de ADN, cat. 29).
En esta línea se sitúan las experiencias del artista con transferencias de xerocopias que homenajean obras de ingeniería dotadas de un solemne aliento clásico: Cargadero (cat. 4), Depósito (cat. 5) y Presa (cat. 6) o, algo más tarde, Mercado del Este (cat. 23), Pelea (cat. 25) y Deep & Down (cat. 27). Todas desprenden una solemnidad, una solidez, que reforzada por las perspectivas picadas entronca con la estética de lo sublime a través de un denso claroscuro que parece señalar, irónicamente, hacia las Carceri de Piranesi. No obstante, como en el italiano, el sólido discurso espacial se complementa -y contrasta- con la fugacidad de la referencia temporal: en las citas evidentes a los orígenes de la ingeniería, a las sublimes ruinas románticas, incluso a la ruina real (allá por 1989) de una verdadera obra de ingeniería romántica: el mercado del Este. Esta estampa encierra la esencia de este fascinante ciclo, pues un bucráneo a la manera negra señala, como un emblema, que nos encontramos ante una vanitas. Un contraste entre solidez y caducidad que aparece de nuevo en Sur, donde la tensión amenazadora del paisaje es tal que sólo cabe la huída (Land-Scape, cat. 26). Por fin, cierra esta fase Ojo que enlaza el interés por lo sublime -con cierto optimismo sintético a la manera de Fludd- con los aires suprematistas de su obra posterior.
Paisajes mínimos (1990-1997)
La siguiente fase del trabajo de Moro alterna una intensa actividad teórica con la profundización en el lenguaje específico del medio, atendiendo exclusivamente a intereses propios de la técnica del grabado. Se abre así un periodo en el que se fascina con las posibles aplicaciones del minimalismo al grabado, un camino apenas explorado en España. Comienza entonces una búsqueda esencialista en la que no olvida las referencias a los paisajes extremos, apenas sugeridos por el color (serie sobre los puntos cardinales: Aurora, Boreal, Septentrión, cat. 47-49). Se preocupa especialmente por las texturas (Ultramar, Terra propia, En el bosque, cat. 56, 50, 52) abandonando el negro y trabajando exclusivamente con matices de texturas atmosféricas. Técnicamente se solucionan mediante barridos de betún de Judea (con pincel de gomaespuma), recreándose en las abolladuras y los lijados del metal. Se opta además por un formato inusualmente grande, al límite de las posibilidades del soporte, para crear una atmósfera cómplice, un espacio proyectivo suficientemente grande. En su conjunto son obras de una extremada delicadeza, marcadamente rítmicas, con esas superficies tornasoladas que se complacen en indagar en las posibilidades del color y las texturas.
Las especulaciones de Narciso (1998-2001)
La tercera y última fase abarca un periodo en el que, consolidados los fundamentos técnicos del medio grabado, Moro vuelve a la figuración, superponiendo sobre sus deliciosas texturas minimalistas un riquísimo repertorio de emblemas, alegorías, alusiones heráldicas, simetrías y lemas. La repetición continuada, las contraposiciones y analogías de esta rica iconografía personal, enlazan compositiva e ideológicamente con cierta tradición emblemática, trazando analogías visuales y tautológicas entre la tradición oral-visual barroca y los problemas actuales. Esa enriquecedora relación entre los fundamentos históricos y literarios de la ilustración gráfica y la obra actual de Juan M. Moro es quizá uno de los aspectos más cautivadores de su obra, atrapada en este sinfín de juegos de ingenio que certifica la tesis neobarroca -ironía y sorpresa- como estímulo principal de su obra.
El cuerpo temático de esta fase se fundamenta en las series Ego-Eco y Diálogos, que abordan, respectivamente, el yo y su reflejo y el balance de las relaciones (OK-KO). En ambas series Moro hace amplio uso de la emblemática y sus posibilidades poéticas (analogías, ironías, antagonismos), combinada con unos aires pop tomados de la fuerte implantación de esta estética en los medios gráficos y su larga experiencia en la manipulación de iconos. Este es también el momento en que empieza a introducir el ordenador aplicado al aguafuerte (plotter de corte con material adhesivo sobre la plancha…) que permite la superación de algunas limitaciones: repetición exacta de un mismo elemento un número indeterminado de veces, inversión de la imagen, deformaciones, cambios de escala…
La obra fundacional de este periodo es 396 unos sobre un No (Premio Nacional de Grabado en 2000, cat. 58) donde sobre una textura minimalista, que conecta con la fase anterior, despliega la trama de unos a los que alude el título. El uno alude al individuo, su repetición a la multitud, que niega aquí la individualidad. A partir de esta obra se despliega un rico conjunto de alegorías, con alusiones al Mito de Narciso (cat. 62), que da título a la serie (el único testigo de la muerte de Narciso es su enamorada, la ninfa Eco), un homenaje al pensamiento neoplatónico (El cielo de Platón, cat. 65) y varias reflexiones sobre la violencia (Uno bajo campo de pistolas, de título heráldico, cat. 61; 135 bombas sobre nada, crítica a la guerra de Yugoslavia, cat. 66). En general todas estas estampas surgen de la repetición incesante de una serie de elementos tomados de la personal iconografía del autor: la pistola (que también utilizó Warhol), la mano con la navaja (de origen cinematográfico), los unos, las bombas, las caracolas o las tijeras. Algunos merecen comentario. Las caracolas (Seis almas, Non sense, Almas gemelas, cat. 67, 68, 64) son, desde la antigüedad, emblemas del ser humano completo (Kircher, Bachelard, Baltrusaitis), en cuerpo y alma. Las tijeras (una forma de diálogo) se forman con dos elementos iguales, contrapuestos y unidos en un mismo fin, son paralelas pero sólo están completas si trabajan unidas.
Con similares recursos la serie Diálogos introduce nuevas variantes. El formato pasa a ser vertical para albergar la lucha, el balance entre el OK y el KO. Son escenas duales basadas, casi siempre, en las analogías o antagonismos formales o ideológicos entre dos emblemas: la analogía formal entre las esposas y la caracola (Almas gemelas, cat. 64), los luchadores, el conflicto entre el pensador y el guerrero, la pareja de baile… Un mundo de encuentros y desencuentros, de diálogos OK-KO intensamente poéticos.
Muchas son, pues, las cuestiones que surgen al hilo de la obra grabada por Juan M. Moro en estos quince años. Un serio, sistemático y coherente juego de especulaciones ilustradas. Especulaciones que lo son en un doble sentido: en su sentido más reflexivo y en su sentido especular, dando vuelta a los argumentos hasta aprehender su reflejo. También ilustradas en un doble sentido: son ideas convertidas en imágenes, en ilustraciones gráficas, que además realizan un viaje inverso buscando los orígenes del arte y el pensamiento contemporáneos en tiempos de la Ilustración y aún más allá: en el Barroco. Se trata, en definitiva, de una galería de los espejos que nos devuelve, mil veces repetida, la imagen de Narciso, esa alegoría del Uno, del individuo, que aún sigue buscando su reflejo entre las inestables ondas de su memoria artística. Una obra caleidoscópica -y no es un tópico- que repasa sin prejuicios las esencias técnicas e históricas de la gráfica, plena de reflexión y seguridad, enfrentándose sin ambages a lo complejo con un sereno equilibrio entre lo estético, lo técnico y lo teórico (tanto monta).
Luis Sazatornil Ruiz
Santander, marzo de 2005