Guía de viaje para un universo encajado

Javier Gómez Martínez

Quienes conozcan la trayectoria de Juan M. Moro sabrán de su querencia por convertir sus obras en juegos de ingenio en los que el espectador, lejos de ser pasivo receptor, se ve abocado a descubrir reglas y descifrar mensajes para participar en una jugada en la que se ve inmerso con solo mirar a la pared. Formas y palabras, imágenes escritas e imágenes figuradas, imágenes repetidas y multiplicadas en uno y otro caso. Tales eran los recursos que, legítimamente importados desde la cultura barroca y transplantados a nuestra contemporaneidad, constituían la esencia de sus anteriores series: Ego-Eco y Diálogos.

Javier Gómez Martínez

Quienes conozcan la trayectoria de Juan M. Moro sabrán de su querencia por convertir sus obras en juegos de ingenio en los que el espectador, lejos de ser pasivo receptor, se ve abocado a descubrir reglas y descifrar mensajes para participar en una jugada en la que se ve inmerso con solo mirar a la pared. Formas y palabras, imágenes escritas e imágenes figuradas, imágenes repetidas y multiplicadas en uno y otro caso. Tales eran los recursos que, legítimamente importados desde la cultura barroca y transplantados a nuestra contemporaneidad, constituían la esencia de sus anteriores series: Ego-Eco y Diálogos.

Quienes no conozcan las obras previas descubrirán ahora ese mundo particular. Su sorpresa ha de ser grande, pero no será menor la que experimenten los ya iniciados al constatar cuán rica podía llegar a ser aquella vía primera, que ahora se revela como potencia de lo que ya es acto con todo su vigor. Esta serie enlaza con las anteriores y las continúa con una coherencia pasmosa. Las analogías y diferencias que la convierten en un paso adelante, cualitativamente maduro, respecto a la progresión del artista se establecen en tres niveles: formato, técnica y contenido.

Es el formato de las piezas el rasgo que primero cautiva al espectador. Tratándose de la obra de un grabador, esperamos encontrar estampas enmarcadas y colgadas del muro, ajustadas a los estándares bidimensionales. Conocida es la larga pugna histórica de la pintura por romper la tiranía del plano y crear la ilusión de profundidad, cuya expresión más representativa quizás sea la concepción albertiana del cuadro como ventana abierta a una realidad tridimensional. El artista grabador, tradicionalmente desprovisto del arma del color, se ha mantenido relativamente al margen de esa reivindicación; sólo algunas personalidades muy significadas, como Piranesi con sus Carceri, obsesionadas con hallar la luz en la negrura de las sombras, se han embarcado en ella y han obtenido frutos transgresores.

Ante la cuestión de cómo superar las limitaciones del plano bidimensional en grabado, Moro responde no con una, sino con varias propuestas, tendentes a convertir las estampas en objetos construidos, consecuencias todas ellas de un mismo origen y un mismo reto y estructuradas en torno a una idea central. El origen se encuentra en aquellas primeras experimentaciones con los paisajes dobles incluidos en Ego-Eco, plegados a manera de acordeón, que ofrecían una lectura diferente desde cada uno de los dos lados, de manera análoga a (pero al margen de) los biescenoramas que describiera el matemático francés  J.F. Nicéron en La perspective curieuse (1638). El reto proviene de la naturaleza del emplazamiento concreto de esta exposición, para el que las obras han sido creadas ex profeso: cómo presentar obras grabadas en una sala como la del Museo Barjola, especializada en obra plástica tridimensional, pues, hasta ahora, sólo ha dado cabida a esculturas.

La clave de este desarrollo subyace en la idea de caja. El propio artista explica un hábito personal y cotidiano como es el guardar o meter cosas en un receptáculo, buscando el máximo aprovechamiento del espacio, a través de las palabras de G. Bachelard (La poética del espacio, 1957). Según este filósofo, la caja es, como el cofre o el armario, un mueble que piensa, inteligente, es el fundamento del espíritu humano, en tanto que posibilita el depósito ordenado de nuestros conocimientos, de nuestra memoria. Las cajas en las que Juan M. Moro guarda sus ideas se entreabren (o se entrecierran, porque el proceso de ejecución se ha detenido antes de apurar totalmente los dobleces) para, sin perder nunca esa perspectiva intrínsecamente intimista, invitar al espectador a participar de ellas, ofreciéndole, incluso, un abrazo en sentido orgánico.

La caja es el principal formato, pero no  el único, ni el único recurso para crear volumen y abrir el espacio en beneficio del observador / participante. La incorporación de aplicaciones vítreas contribuye adicionalmente a lo primero, en tanto que el uso de espejos facilita lo segundo. Incluso las obras que se atienen a la morfología del cuadro tradicional, léase las cuatro Vanitates, se descuelgan del muro, como si de espejos de sacristía se tratara, para crear un plano oblicuo y tan barroco como la propia figura expresiva.

En cuanto a la técnica, las investigaciones del autor en pos de la superación de la calcografía ya habían sido apuntadas en Diálogos. En Impres10nes, la exposición colectiva organizada por la Calcografía Nacional este mismo año, ya enfocó su obra unívocamente hacia la tecnología digital. Esta investigación culmina ahora con la totalidad de la serie realizada vía plotter. Las cajas, por ejemplo, están compuestas por un alma de zinc (el mismo material de las planchas dedicadas a estampación) sobre la que se adhiere, a manera de forro, una estampa digital, en un hábil trasunto de aquellas cajas medievales con alma de madera forradas interiormente con xilografías. Y la experimentación continúa, de manera que alguna de las imágenes han sido estampadas directamente sobre cristal, siempre digitalmente. La apuesta del autor por la estampación digital no es gratuita, sino que está al servicio de un fin existente a priori y consustancial al grabado: la anulación del concepto de obra única a través del principio de la reproductibilidad mecánica. Ahora más que nunca, la obra pierde su aura de unicidad y permite la supresión de la barrera tradicional que suponía el cristal protector / barrera, que es otro punto al que le interesaba llegar a Moro.

El tercer y último nivel en el que cabe analizar la inserción de esta serie dentro del currículum del artista es el de los contenidos. Las de Juan M. Moro siempre han sido estampas con tema, y éstas lo son más que ninguna otra anterior. Con respecto a las series previas, ésta gana en matices y en sistematización, en variedad y en unidad. Porque se trata de ideas expresadas desde la subjetividad pero portadoras de connotaciones tan universales como la relación del hombre con el mundo o la trascendencia, pertenecientes todas ellas al dominio de la Sophia Perennis o Sabiduría Tradicional (en el sentido de atemporal). Acaso haya quien piense que se trate de una pose, de un artificio hueco, pero no; las piezas encajan demasiado bien, y eso sólo se consigue con intuición, y la intuición no se programa.

Cada una de estas obras conecta con el filósofo que todos llevamos dentro, más o menos aletargado, a través de símbolos firmemente implantados en el inconsciente colectivo (C. Jung dixit), como la calavera. En otros casos, y esto es aún más sorprendente, el artista crea sus propios símbolos, como las piedras o las hojas, pero lo hace de acuerdo con las reglas de ese saber atemporal, que son también las de la poesía, es decir, a golpe de intuición y de pensamiento analógico (integrador, no analítico). Moro rescata esos temas, sobre todo, a partir de la cultura barroca, y resulta conmovedora la forma en que es capaz de actualizarlos a través de imágenes rabiosamente contemporáneas. Veamos más en detalle cómo se manifiestan puntualmente todas estas características.

La serie se abre cronológicamente con dos cajas cuyos contenidos remiten a la inmediatamente anterior, Diálogos, que se estructuraba en torno a diferentes juegos duales. Thriller retoma uno de sus iconos más personales, la tijera, entendida como doble navaja con las hojas en perpetuo estado de atracción y repulsión, como nominalista «navaja de Ockham», símbolo de la economía expresiva a través de las asociaciones icónico-verbales a las que es tan dado el autor. Un ejemplo de esas asociaciones lo proporciona Box, que juega con la denominación inglesa de ‘caja’ y el combate de boxeo que se libra en su interior, lucha de contrarios, una vez más. Para redondear este sentido, sobre la pareja de contendientes ha sido impreso el signo %, en alusión a la idea de balance, de la lucha para alcanzar el equilibrio, del equilibrio dinámico de los elementos contrarios que se complementan.

Las dos siguientes cajas han de ser consideradas, de nuevo, conjuntamente, como cara y cruz de una misma formulación: la Philosophia Naturalis. Apelando a la técnica del más puro lenguaje emblemático, Moro cifra la suma de la naturaleza con el pensamiento humano (filosofía natural) en la complementariedad de otros dos polos opuestos: la duda y la sorpresa. En ambos casos, el contenido de las cajas es el mismo: un cerebro humano como elemento dominante, un motivo de fondo repetido sistemáticamente para generar una textura y un motivo saliente (gotas de cristal), igualmente repetido, que aporta, junto con el anterior, los matices diferenciales. La Duda (racionalismo) se materializa en la solidez inamovible del pedregal, teñido con la frialdad de la tinta gris azulada y perlado con gotas de cristal que llevan impreso el signo de interrogación. A la Sorpresa (intuición) le corresponde la calidez rojiza de la hojarasca liviana, salpicada con signos de exclamación cristalinos.

Con esas dos cajas dialoga otra pareja construida no con zinc sino con paredes de cristal en las que va impresa la misma masa cerebral; son las más objetuales de la serie. Elogio de la locura, concebida como urna llena de guijarros, alude uno de los topos del arte y la literatura europeas, desde el célebre ensayo de Erasmo hasta el tema de la extracción de la piedra de la locura, que pintara el Bosco y que puede ser considerado como otra manifestación de la enfermedad mental del artista: la melancolía. Brain Storm contiene un alambre de espinos plegado sobre sí mismo, como las circunvoluciones del cerebro, emblema nada hermético del tormento aparejado a la  actividad intelectual.

Dos cajas más (las de contenido más privado pero lectura asimismo extrapolable) son susceptibles de ser consideradas conjuntamente: Los cinco sentidos y El sueño de Ariadna. La primera, que remite a las series barrocas del mismo tema, es un autorretrato que yuxtapone detalles del rostro del artista enfáticamente ensamblados, evidenciando las líneas de sutura de la caja como objeto construido. El desasosiego que traducen los órganos fracturados y, especialmente, la boca, que cita a Munch, se ve contrarrestado por el sosiego que emana de la segunda caja, que es un retrato de la esposa del artista (su opuesto / complementario), una nueva Ariadna impelida a tejer / crear incesantemente.

Et in Arcadia ego encierra, en relativa relación con las cajas anteriores, una lectura personal, intimista, «emboscada» de la creación artística; la caja es el caparazón que protege el idílico y utópico espacio creativo. El espectador ha de asomarse a esta caja, más cerrada que las demás, para ver su interior, y lo que allí se encuentra es la sentencia latina impresa sobre un espejo que, de nuevo, lo captura y lo integra en la composición. No obstante, ese ‘También yo he vivido en Arcadia’ que Poussin imortalizara sobre lienzo es considerado habitualmente como un epitafio, un memento mori en el que el ‘yo’ es la Muerte. Desde esta segunda perspectiva, tan ambigua como la de su modelo clasicista, esta caja conduce a otra, titulada Memo, y a las cuatro magnas Vanitates.

Memo juega, de nuevo, con el lenguaje: leído en castellano, es un adjetivo referido a la estupidez de malgastar el tiempo rindiendo culto al cuerpo; en inglés, es la forma abreviada de memorandum. En correspondencia con ambos significados, por un lado, la caja se configura como un almanaque cuyas hojas son la serie completa de 89 imágenes iguales impresas sobre acetato, cortadas a diferente altura (otra vía para la consecución de volumen); por otro lado, la imagen impresa en cada una de las hojas es una de las cuatro Vanitates, conjunto de gran formato con «vida» propia dentro de la exposición. Éstas cuatro revisitaciones de la figura barroca toman el esqueleto, la calavera, la masa cerebral descortezada y el sistema subcutáneo, siempre según Vesalio, y los funden con uno de los símbolos más característicos de nuestra vanidad contemporánea, el culto al cuerpo proporcionado por la máquina del gimnasio, en un abrazo mortal de necesidad.

Locus mental es otro emblema, una caja doble que recrea la idea de laberinto inmaterial y la torna cotidiana a través de esas puertas yuxtapuestas en diferentes e imposibles planos. La imagen adquiere una dimensión profunda y trágica como figura expresionista. Las perspectivas descoyuntadas y el gris ceniciento, con luces violentas y sombras alargadas, lo convierten en otro escenario para la locura, el mismo en el que se movieron Nosferatu y el Doctor Caligari en la Alemania de los años treinta del siglo pasado. Desde este punto de vista, encaja perfectamente con las dos últimas obras que completan esta más que coherente serie.

Materia prima es, a primera vista, una alusión al primer hombre, Adán, creado por un fondo de barro recortado sobre una silueta procedente, de nuevo, de Vesalio. No obstante, ese hombre está construido antes que creado, pues ha sido estampado (casi esculpido) sobre placas de cristal ensambladas con prensas (articulaciones) rojas (sangre). Desde el momento en que es construido, se convierte en obra humana, y el hombre hecho por el hombre, a partir del barro, es el gólem, ese inquietante ser artificial que arrastraba su masa por las calles del gueto judío de una Praga expresionista hace casi un siglo, según la novela de G. Meyrink. El tono sombrío de esta obra de Moro se acentúa desde el momento en que la tierra reproducida es la de un suelo ácido, reñido con la vida por el efecto de las acículas de coníferas que porta; es, además, la única concebida con carácter efímero, llamada a desaparecer tras la exposición, como el gólem estaba condenado a deshacerse al borrar de su frente la letra (la palabra) que le daba la vida.

Finalmente, Leviatán parte de la figura desarrollada en el libro homónimo de Thomas Hobbes (1651) para llegar a una imagen análoga a la de las dos obras anteriores. Leviatán es el nombre que el político británico daba al Estado, concebido como un hombre gigante (el soberano de una monarquía constitucional, no absolutista) cuyo cuerpo estaba formado por una multitud de hombres diminutos (el conjunto de ciudadanos). Tiene algo de gólem, pues, y más aún si consideramos que Hobbes llega a introducir en su discurso otra imagen neutra a priori pero que la historia ulterior iba a tornar siniestra: el autómata. Moro traslada esa metáfora a un mundo contemporáneo en el que la criatura ha sido subvertida, de manera que Leviatán es ya la encarnación de un poder autoritario y maligno que tiene a su servicio a una masa no de ciudadanos sino de súbditos. Haciendo gala, una vez más, de la precisa economía expresiva de la imagen, la textura que compone el fondo de esta plúmbea caja es un conglomerado de cabezas fotografiadas durante una manifestación nazi, y a ella se sobrepone un cristal roto, en literal alusión a la fatídica noche que inauguró la persecución de los judíos en Alemania. Por cierto que la bala que atraviesa ese cristal funciona como un espejo convexo que atrapa al espectador y lo introduce en la masa, en señal de atención a un peligro potencial que hoy, a día de la fecha, es crecientemente real.

Encerradas / encajadas todas esas obras en esta capilla / cofre que es el marco expositivo, contenido y continente componen un microcosmos comparable al de las cámaras de maravillas del siglo XVI. Cada una de las estampas que integran la exposición posee un valor intrínseco indudable, pero a nadie se le escapará que, dada la naturaleza “construida” de todas ellas, su presentación en-cajada dentro de la sala se convierte en una magnífica obra en sí misma, en una instalación, efímera por vocación. Este texto introductorio no pretende ser sino una guía para el viajero en el recorrido de un espacio tan pequeño en extensión y tan rico en contenido. Hubiera querido -y estoy convencido de que Juan M. Moro también- titularlo ‘Guía para un itinerarium exstaticum’, pero la respetuosa admiración que uno y otro profesamos a Athanasius Kircher lo impide.

Javier Gómez Martínez
Santander, junio de 2002